UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL, UNIDAD 321. ZACATECAS
SUBSEDE TRINIDAD GARCÍA DE LA CADENA
SEMESTRE IV, FEBRERO DE 2013
Profr. Hugo Ávila Gómez
Presenta
Marsela Cervantes Correa
“son nuestras almas, tan iguales y tan diferentes…”
Extracto de canto popular Dos Gotas de Agua
Ningún ser vivo es igual a otro. La naturaleza ha respetado su singularidad fisiológica y mental, en el caso de las personas. La ciencia lograría clonar una apariencia física, pero no hay una reproducción en su totalidad. Sin embargo, el Estado, sí ha logrado imponer en la sociedad un modelo de pensar uniforme.
Ubicándonos concretamente en el contexto de la sociedad mexicana durante la colonia, la doctrina cristiana se transmite como el principal conocimiento con el fin de subordinar al pueblo temiendo el orden de jerarquía. Después, buscando desplazar a la iglesia, los criollos organizan una nueva nación mexicana proclamando que “la plebe” fuera leal al Estado, más que a la iglesia. Así nace la homogeneización[1].
Esta uniformidad de criterios se filtra precisamente por la educación transmitida por la figura de un maestro que expiará todos los errores del Estado que, consecuentemente, se ven reflejados en una sociedad desequilibrada. La educación funciona como el eje del que emanan ideologías descontextualizadas a la realidad de las sociedades y de los profesores con el fin de justificar intereses políticos, creando discursos que manipulen los sentimientos de las personas, su voluntad y su criterio.
La realidad educativa actual se ve manipulada en diversos aspectos, algunos de ellos se manifiestan en la vocación del profesor y su profesionalización empírica, confrontada con la racionalidad técnica y científica. En el primer terreno, la historia ha dejado marcado dos tipos de profesores, los que nacen y los que se hacen. De unos pocos años para acá veo, en la mayoría de los estudiantes en docencia, los que adquieren una profesión que no llega ser una vocación. Se les escucha decir: “aquí tengo seguro un sueldo”; “con una plaza no sufriré la incertidumbre de verme suspendido”; “no tengo más qué hacer”; “no puedo solventar otra carrera”; “me da seguridad”… En ninguna de estas afirmaciones aparece la convicción de ser maestro; se tiene un propósito para serlo, pero no la esencia de una vocación. El propósito va inmerso de las características del tipo de persona que se forma en esta generación, incongruente con los diferentes ámbitos de la vida que se desligan entre sí por una misma realidad. Es decir, aunque se encuentran aquellos que sí gustan de lo que hacen y se comprometen a ello y a lo que va implícito y la relacionen con todas las situaciones que viven entre sí, como parte de un todo, se experimentará aún así el sinsentido de ser, pero no ser, de educar, de compartir pero alejados de un soporte material que los sostenga, el soporte lo tienen los profesores que pueden encontrarlo, el mirar hacia dentro de sí mismo para mirar o buscar un motivo.
El apoyo que da el sistema educativo son las exigencias de ir más allá de la experiencia preparándonos mediante saberes, métodos que vienen cargados de la cultura que a través de ello nos homogeneizaremos y nos aculturizaremos para inculcar o imponer lo mismo a nuestros alumnos. Creemos que somos, pero no lo somos porque nos hacen ser.
El dedicarse a muchas actividades no le quita a la persona la denominación de tal o cual profesión u ocupación (ama de casa, profesor, maestro, padre de familia), ni esto nos justifica de enfocarnos a la especialización de una sola actividad, según se relacione con la definición de lo que nos dedicamos. Podemos hacer y pensar de todo sin perder un proyecto de vida, nuestro proyecto de vida, si es que lo tenemos. Sin embargo, en un profesor la regla se rompe. El profesor no es porque su ser se pospone para otro momento, cuando tenga tiempo. En la escuela no es, pero sí es lo que le dicta el sistema, un soldado al que se le entrena para que deje de tener criterio propi; para obedecer y hacer toooodo lo que no tiene que ver con su proyecto de vida; para solapar las groserías de los alumnos y no reprobarlos, que a fin de cuentas esto no lleva a nada tampoco; y todas las actividades que salven y expíen los desórdenes de la sociedad y el Estado.
Sea la institución educativa, sea la Secretaría de Hacienda, cualesquiera institución a la que permanezcamos en esta nación, no podemos escapar, estamos atrapados, ¿entonces, cuál es nuestro momento que estamos reservando y ser “para después”? Aunque maquillado, permanecemos en una especie de campo de concentración, pero aún así, esta permanencia no deja de ser la vida misma. La vida sí es, sí tiene una identidad y cobra vida si nosotros la vivimos. Esa vida está en nuestro pensar, en nuestras convicciones, en nuestro corazón y ahí nadie puede entrar a arrebatar esto que nos queda aunque nos hagan actuar incongruentemente.
Las frases hechas suenan cursi y sin sentido cuando llegan fríamente y descontextualizadas a los oídos de quienes no experimentan la vivencia en el momento que se escuchan. La máxima ignaciana, “en todo amar y servir”, no es para mí una frase que pueda relacionar con una larga historia de un sistema educativo corrompido. Por el contrario, a mí me significa porque poner amor en el servicio que yo hago con los niños es viajar fuera del ghetto y actuar según lo que se encuentre en mi pensamiento y en mi espíritu y que nadie pude arrebatar… tan fácilmente, porque si esto se descuida, no necesito de intrusos que me lo roben, también lo puedo perder por mí misma.
No se me ha hecho fácil amar, pero cuando sucede en un salón de clase, me doy cuenta que el amor no solamente se traduce en caricias, en palabras y miradas dulces, en actividades divertidas, en preparar una clase bien diseñada, en formarme para ejercer con competitividad. Amar también es creer que “nadie experimenta en cabeza ajena” porque ello denota el respeto que se tiene hacia un niño cuando se le muestra el camino por dónde llegar a ser competitivo, a desarrollar las habilidades que ya trae consigo y que necesita ejercitar para ser. Respetar la autonomía que puede alcanzar un individuo no es ponerle un profesor enfrente que le recite sus saberes para que el niño aprenda lo mismo; que le demuestre que tiene título por haber adquirido conocimientos dentro del mundo científico. Por el contrario, esa formación que le sirva para saber que sólo transformando lo complejo en sencillo es como el niño aprenderá a manejar su autonomía para ser; nadie experimenta en cabeza ajena.
Finalmente, comparto una reflexión que hace José Ma. Olaizola, s.j.[2], a propósito del servicio, de lo que nos podemos valer para mejorar nuestra experiencia:
“Servir es ponerse manos a la obra para tratar de dejar el mundo un poquito mejor de lo que lo conocemos. Servir es la disposición para ayudar, para atender, para sanar… Servir en lo cotidiano. En la familia, en el trabajo, en el descanso. Sirven las palabras y los gestos; los silencios y las miradas; sirve nuestro tiempo, si lo empleamos bien; y la risa que se contagia; las canciones que esponjan; los esfuerzos por levantar al que anda caído. Sirve dar la vida cada día. Ignacio de Loyola lo aprendió al mirar a Jesús. Al conocerle, amarle y seguirle”.
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